viernes, 22 de junio de 2012

La montaña de los sueños.

E
stuve en las puertas del cielo. Pude rozarlo con los dedos. Sentí en el rostro su calor, oí las dulces risas que en él se escuchan. Pude olerlo, pude sentirlo.
Había escalado una y otra vez aquella enorme pared de granito, oyendo y sintiendo el apoyo de aquellos que me quieren, que, como siempre, me observaban preocupados desde el prado que hay al pie de la montaña de los sueños.
Había fracasado en los anteriores intentos, pero en esta ocasión revisé concienzudamente mi equipo. Examiné cada una de mis cuerdas y arneses, fijaciones y mosquetones, practique mil y un nudos de seguridad. Había estudiado cada saliente, hueco, grieta y asidero de esa pared traicionera.
Estaba lista.
Sonreí para mí misma antes de fijar mi vista en la prometedora luz dorada que reinaba en la cumbre de la montaña. Sin pensarlo, me lancé en ascenso asegurando pies y manos en cada movimiento. Paso a paso fui ganando altura con cierto miedo y gran esfuerzo, pero a medida que avanzaba, la confianza también aumentaba.
Superé mis antiguas marcas sin apenas sobresaltos, deteniéndome en cada una de ellas para besar con todo mi amor los nombres que en la piedra habían quedado grabados.
Ya me imaginé en la cima. La altura que había alcanzado podía marearme a causa del vértigo.
Desde las alturas miré a los que me quieren. Vi con claridad sus sonrisas de felicidad y sus miradas brillantes de ilusión. De entre ellos destaca el que es el compañero de mi vida que, henchido de orgullo y amor, sujetaba mis cuerdas y guiaba mis pasos desde la pradera ayudándome en todo lo que podía. Disfruté de la sensación, disfruté de las vistas, disfruté del momento.
Disfruté de ella, disfruté con ella.
Tenía todo cuanto había soñado. Lo tenía todo y era feliz.
Sentí el calor de mi objetivo en la yema de los dedos y en mi vientre la verdad de su existencia.
Envuelta en mi propia felicidad, extasiada por tanta belleza y rebosante de su vida, cerré los ojos un instante y perdí pie.
En un segundo me encontré envuelta en la vorágine de la caída libre, dando vueltas en el aire, intentando encontrar asidero para frenar la caída y aferrando entre mis dedos ese trocito de cielo que pude tocar antes de precipitarme al vacío.
Desperté en el prado, dolorida y desorientada. La llamé. - Nerea -Pronuncié su nombre en un susurro, paralizada por el pánico. Como única respuesta, oí los lamentos de los que me quieren que, esparcidos por el prado, lloraban de dolor y pérdida.
Comprendiendo volví a llamarla, esta vez con gritos desesperados. Mi garganta se rompía pronunciando su nombre, mi propia alma se desgarraba buscándola. Pero fue en vano. Ya no estaba. Había vuelto al cielo, de donde bajó para estar con nosotros. Cuando pude, volví a mirar hacia la pradera. La hierba ya no era verde y fresca, sino pajiza y quebradiza. Los que me quieren seguían allí y aun estando profundamente heridos, seguían preocupándose por mí, por la persona que había causado sus lesiones. Al caer de la montaña, choqué contra ellos derribándolos como en un juego de bolos. Tenían heridas de distinta consideración, pero a cuan más amor profesaba, más graves y dolorosas eran, hasta llegar al total desgarro y desangramiento, casi mortal de él, que es mi centro. Hecha mil pedazos sostuve entre mis brazos a mi pequeño ángel, tan hermosa, tan bella. La acuné y me empapé de su imagen sintiendo a mi lado a mi compañero de vida, mi sostén, mi amarre, mi faro, tan deshecho y destrozado como yo. Ambos fascinados por aquel bello rostro amado que veíamos por primera y última vez. La adoramos cuanto pudimos, diciéndola cuanto la amábamos, rogándole lo imposible, que se quedara con nosotros. Le prometimos que jamás nos olvidaríamos de ella ¿Cómo podríamos hacerlo? La echaríamos tantísimo de menos. La besamos y acariciamos memorizando su tacto, la extremada suavidad de su piel hasta que tuvimos que devolverla a nuestro cielo, junto a las otras estrellas que engalanan nuestro firmamento, el firmamento donde escribimos nuestra historia, el firmamento de nuestra vida, cada vez más valioso, cada vez más hermoso.
Y ahora, tiempo después, sentada en la hierba en un extremo de la pradera, observo la montaña de los sueños desde lejos, aparentemente inalcanzable.
Miro hacia arriba donde la cumbre brilla más que nunca iluminada por las cinco enormes estrellas que brillan con luz dorada, estrellas que ya nunca podré tocar hasta que me reúna con ellas allá arriba. Estrellas que me susurran en sueños, que me reconfortan cuando lo necesito, que me piden que sea valiente y que tenga paciencia. Que me acompañan y son testigos de cada paso que doy en la vida.
Pero no estoy sola. Junto a mí está mi amor, el que es mi esposo, mi amante, mi amigo y mi compañero en este viaje.
Mi espalda descansa sobre su pecho, sus piernas me rodean, sus brazos me rodean. Su calor y su aroma me envuelven. Él, que como siempre, me acompaña y me apoya, que sabe lo que quiero y lo respeta. Que comparte mis sueños y lucha a mi lado para conseguirlos.
Le miro, tiene el rostro alzado hacia el cielo como yo hace un momento. Observa anhelante a nuestras estrellas. Las mira una a una, recordando. Su mirada se centra en la estrella del centro, la que más brilla, su preferida, la más amada. Una lágrima resbala silenciosa por su mejilla hasta perderse en el cuello de la camisa. Mis ojos arden al verlo, se me forma un nudo en la garganta tratando de contener el llanto. Sufre tanto como yo, lo sé y su dolor me duele más que el mío propio. Pero noto sus brazos firmes a mí alrededor, me sostiene con fuerza y determinación. Con pena pero sin miedo. Dándome su apoyo incondicional, dispuesto a correr en la dirección que yo decida, sea cual sea y yo le amo más aun por eso.
Desde donde estamos podemos ver las marcas que nuestros pasos han horadado en la roca, y en el prado, mis herramientas ya oxidadas, rotas, completamente inútiles, quedaron esparcidas por la tierra baldía.
Ahora ya no hay ninguna decisión que tomar, ya no tengo el control, no puedo hacer más que dejar que la vida pase aullando a mí alrededor.
Solo quedan recuerdos, unos felices, otros amargos, otros tremendamente dolorosos. Esos recuerdos están entretejidos, formando una red agridulce que me envuelve, unas veces me aprisiona, aprieta tanto que me corta la respiración y me colapso. Otras me arrullan, me da calidez y me consuela. Sea como sea, ya forma parte de mí, una parte difícil que no se bien cómo manejar pero que no quiero perder, porque es lo que de ella me queda, nada más que recuerdos, ilusiones perdidas y un amor incondicional que es el encargado de mantenerme en pie. Por ella.
Así que rodeo sus brazos con los míos y presiono, uniéndonos aún más el uno al otro. Le siento tanto como si su sangre fuese la mía y mi corazón latiera en su pecho.
Aún estamos rotos, recordándola tanto reímos como lloramos pero sabemos que ella no nos dejó del todo, porque nos regala pequeños momentos hermosos dentro de la enormidad de la tragedia y es que puede que nuestro brazos estén vacíos de su vida pero nuestra alma rebosa de su existencia.
 

 

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