stuve en las
puertas del cielo. Pude rozarlo con los dedos. Sentí en el rostro su calor, oí
las dulces risas que en él se escuchan. Pude olerlo, pude sentirlo.
Había
escalado una y otra vez aquella enorme pared de granito, oyendo y sintiendo el
apoyo de aquellos que me quieren, que, como siempre, me observaban preocupados
desde el prado que hay al pie de la montaña de los sueños.
Había
fracasado en los anteriores intentos, pero en esta ocasión revisé concienzudamente
mi equipo. Examiné cada una de mis cuerdas y arneses, fijaciones y mosquetones,
practique mil y un nudos de seguridad. Había estudiado cada saliente, hueco,
grieta y asidero de esa pared traicionera.
Estaba
lista.
Sonreí para
mí misma antes de fijar mi vista en la prometedora luz dorada que reinaba en la
cumbre de la montaña. Sin pensarlo, me lancé en ascenso asegurando pies y manos
en cada movimiento. Paso a paso fui ganando altura con cierto miedo y gran
esfuerzo, pero a medida que avanzaba, la confianza también aumentaba.
Superé mis
antiguas marcas sin apenas sobresaltos, deteniéndome en cada una de ellas para
besar con todo mi amor los nombres que en la piedra habían quedado grabados.
Ya me
imaginé en la cima. La altura que había alcanzado podía marearme a causa del vértigo.
Desde las
alturas miré a los que me quieren. Vi con claridad sus sonrisas de felicidad y
sus miradas brillantes de ilusión. De entre ellos destaca el que es el compañero
de mi vida que, henchido de orgullo y amor, sujetaba mis cuerdas y guiaba mis
pasos desde la pradera ayudándome en todo lo que podía. Disfruté de la
sensación, disfruté de las vistas, disfruté del momento.
Disfruté de
ella, disfruté con ella.
Tenía todo
cuanto había soñado. Lo tenía todo y era feliz.
Sentí el
calor de mi objetivo en la yema de los dedos y en mi vientre la verdad de su
existencia.
Envuelta en
mi propia felicidad, extasiada por tanta belleza y rebosante de su vida, cerré
los ojos un instante y perdí pie.
En un
segundo me encontré envuelta en la vorágine de la caída libre, dando vueltas en
el aire, intentando encontrar asidero para frenar la caída y aferrando entre
mis dedos ese trocito de cielo que pude tocar antes de precipitarme al vacío.
Desperté en
el prado, dolorida y desorientada. La llamé. - Nerea -Pronuncié su nombre en un
susurro, paralizada por el pánico. Como única respuesta, oí los lamentos de los
que me quieren que, esparcidos por el prado, lloraban de dolor y pérdida.
Comprendiendo
volví a llamarla, esta vez con gritos desesperados. Mi garganta se rompía
pronunciando su nombre, mi propia alma se desgarraba buscándola. Pero fue en
vano. Ya no estaba. Había vuelto al cielo, de donde bajó para estar con
nosotros. Cuando pude, volví a mirar hacia la pradera. La hierba ya no era
verde y fresca, sino pajiza y quebradiza. Los que me quieren seguían allí y aun
estando profundamente heridos, seguían preocupándose por mí, por la persona que
había causado sus lesiones. Al caer de la montaña, choqué contra ellos
derribándolos como en un juego de bolos. Tenían heridas de distinta
consideración, pero a cuan más amor profesaba, más graves y dolorosas eran,
hasta llegar al total desgarro y desangramiento, casi mortal de él, que es mi
centro. Hecha mil pedazos sostuve entre mis brazos a mi pequeño ángel, tan
hermosa, tan bella. La acuné y me empapé de su imagen sintiendo a mi lado a mi
compañero de vida, mi sostén, mi amarre, mi faro, tan deshecho y destrozado
como yo. Ambos fascinados por aquel bello rostro amado que veíamos por primera
y última vez. La adoramos cuanto pudimos, diciéndola cuanto la amábamos,
rogándole lo imposible, que se quedara con nosotros. Le prometimos que jamás
nos olvidaríamos de ella ¿Cómo podríamos hacerlo? La echaríamos tantísimo de
menos. La besamos y acariciamos memorizando su tacto, la extremada suavidad de
su piel hasta que tuvimos que devolverla a nuestro cielo, junto a las otras
estrellas que engalanan nuestro firmamento, el firmamento donde escribimos
nuestra historia, el firmamento de nuestra vida, cada vez más valioso, cada vez
más hermoso.
Y ahora,
tiempo después, sentada en la hierba en un extremo de la pradera, observo la
montaña de los sueños desde lejos, aparentemente inalcanzable.
Miro hacia
arriba donde la cumbre brilla más que nunca iluminada por las cinco enormes
estrellas que brillan con luz dorada, estrellas que ya nunca podré tocar hasta
que me reúna con ellas allá arriba. Estrellas que me susurran en sueños, que me
reconfortan cuando lo necesito, que me piden que sea valiente y que tenga
paciencia. Que me acompañan y son testigos de cada paso que doy en la vida.
Pero no
estoy sola. Junto a mí está mi amor, el que es mi esposo, mi amante, mi amigo y
mi compañero en este viaje.
Mi espalda
descansa sobre su pecho, sus piernas me rodean, sus brazos me rodean. Su calor
y su aroma me envuelven. Él, que como siempre, me acompaña y me apoya, que sabe
lo que quiero y lo respeta. Que comparte mis sueños y lucha a mi lado para
conseguirlos.
Le miro,
tiene el rostro alzado hacia el cielo como yo hace un momento. Observa
anhelante a nuestras estrellas. Las mira una a una, recordando. Su mirada se
centra en la estrella del centro, la que más brilla, su preferida, la más
amada. Una lágrima resbala silenciosa por su mejilla hasta perderse en el
cuello de la camisa. Mis ojos arden al verlo, se me forma un nudo en la
garganta tratando de contener el llanto. Sufre tanto como yo, lo sé y su dolor
me duele más que el mío propio. Pero noto sus brazos firmes a mí alrededor, me
sostiene con fuerza y determinación. Con pena pero sin miedo. Dándome su apoyo
incondicional, dispuesto a correr en la dirección que yo decida, sea cual sea y
yo le amo más aun por eso.
Desde donde
estamos podemos ver las marcas que nuestros pasos han horadado en la roca, y en
el prado, mis herramientas ya oxidadas, rotas, completamente inútiles, quedaron
esparcidas por la tierra baldía.
Ahora ya no
hay ninguna decisión que tomar, ya no tengo el control, no puedo hacer más que
dejar que la vida pase aullando a mí alrededor.
Solo quedan
recuerdos, unos felices, otros amargos, otros tremendamente dolorosos. Esos recuerdos
están entretejidos, formando una red agridulce que me envuelve, unas veces me
aprisiona, aprieta tanto que me corta la respiración y me colapso. Otras me arrullan,
me da calidez y me consuela. Sea como sea, ya forma parte de mí, una parte
difícil que no se bien cómo manejar pero que no quiero perder, porque es lo que
de ella me queda, nada más que recuerdos, ilusiones perdidas y un amor
incondicional que es el encargado de mantenerme en pie. Por ella.
Así que rodeo
sus brazos con los míos y presiono, uniéndonos aún más el uno al otro. Le
siento tanto como si su sangre fuese la mía y mi corazón latiera en su pecho.
Aún estamos
rotos, recordándola tanto reímos como lloramos pero sabemos que ella no nos
dejó del todo, porque nos regala pequeños momentos hermosos dentro de la
enormidad de la tragedia y es que puede que nuestro brazos estén vacíos de su
vida pero nuestra alma rebosa de su existencia.